lunes, 26 de marzo de 2012

Entre dos inmensidades

Después de tanto dolor
hay que subirse a la cuerda,
posar firme los pies,
aferrándolos como si fueran garfios.
Con la mirada altiva, sin temblores.
Con los brazos en cruz,
soñando el vuelo.

Yo no elegí.
Yo no quise
y me pintaron la mueca de la lágrima.

Y como si fuera poco,
bajar,
salir a la calle,
buscar el sol,
mientras se ríe en los labios
un payaso.

La gente mira
y aplaude.
No saben
que dentro de la carpa,
en la otra inmensidad
ha muerto el equilibrista.


Angeles Charlyne


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"Equilibrio emocional I"
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lunes, 12 de marzo de 2012

La plaza de lata

La plaza se llenó de luces y pasajeros del destierro. Gente arrojada al desamparo real y otras al virtual. La casa importante, maceraba los tonos ocres, desalentada por no llegar al rosa original. Caprichos de un pintor desaliñado. Un diseñador irreductible, o un daltónico impertinente. Los caballos del cuerpo especial de la policía, piafaban ansiosos de embestir, quizás, a esos pasajeros lerdos que llegaban desde distintas galaxias sociales. Pléyade de borrachos viajando en la niebla del desconcierto, que pareció abatirse sobre una sociedad que vivió de espaldas al futuro. La vajilla metálica de cada casa, había decidido ser el soporte del show de la protesta. Su divulgación suele funcionar por imitación progresiva. A veces queda bien. La casa, imponente a medida que la oscuridad avanzaba, se mostraba iluminada. El poder deliberaba. Uno de los errores más comunes, dictado por la soberbia del juicio único, les hacía creer que encontrarían la forma de disuadirlos. La gente aguanta -le dijo un ministro al presidente. Este que parecía ajeno, distante, como perdido, se acercó a la ventana del despacho que derramaba sobre la plaza y soltando la corbata, casi sin volverse, respondió... Me parece que esta vez no, Domingo - su tono era endeble. No parecía ser hombre de crisis. Más bien un buen administrador de estancia ordenada, con propietarios en otro continente. Ese tipo de hombre que imparte la “justicia” con gesto circunspecto, pero inapelable. Como diciendo, quizás, no tengo otra alternativa. La mejor manera de quedar bien y no, justamente, con quien lo necesita. Pero esos, los necesitados, nunca habían sido su tema, ni siquiera el motivo central de su campaña política para acceder al gobierno. Llegó, por el afán de todos de acabar con un icono mesiánico, que se había llevado al ostracismo al propio candidato de su partido. Me parece que esta vez vienen por todo, agregó, musitando casi, tratando de no convencer a nadie. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie necesitado de ser convencido. Su gente había invertido buena parte de su tiempo y el dinero público, para proseguir, de otra manera, consolidando la farándula como actitud de vida. Hasta donde daba la vista, la multitud era abigarrada. Un monstruo creciente con mil voces y un sonido metálico, áspero, redoblante, que lastimaba los oídos de los dueños del poder. Por supuesto también lastimaba la incapacidad para entender que algo no se hizo bien. Mucho menos admitir que alguna responsabilidad se tiene, cuando el sentido común indica que ciertas cosas son ineludibles. Claro, sucede que este suele ser el menos común de los sentidos, pensó Raúl, parado al lado de la pirámide, con su hervidor de leche en desuso, al que golpeaba con una cuchara ex alpaca, tributo de otro tiempo más opulento. En realidad luego de mirar hacia ambos lados convino para sí, que el hervidor de leche era un objeto en desuso, desde que le declaró su amor incondicional al tetrabrik. A su lado Isabel, que no era la Católica, precisamente, machacaba su sartén por el mango segura del mango también. Lástima que ese mango había quedado acorralado y no sabía muy bien si alguna vez lo volvería a ver. Sin embargo golpeaba entusiasmada. Claro, era “su primera vez”. Veinte cabezas más allá y a su derecha, José con el pasamontañas remontado hasta las orejas, sabía que no era bueno lo ficharan, propios y ajenos. De esas tenía más que indios muertos. En Villa Luzuriaga lo esperaban esa noche, para darle a un guiso que su mujer preparaba en el brasero a fuego lento. El jugó sus fichas con el puntero político del barrio que lo fue a buscar. Tengo que estar de vuelta a las once -le dijo, frontera donde tenía cierta seguridad sobre los carboncitos que retendrían temperatura para el guiso. No te preocupes, le respondió el otro, tendiendo la mano con los veinte pesos, una bolsa de alimentos y un papelito color metalizado, con el que fue más cuidadoso. Para que no te pongas demasiado duro -le advirtió prometiendo, con la mirada, vagamente una recompensa para más tarde. El ruido los volvió a la realidad. Desde el río los “Hijos” alarmaban a los “padres” que suelen no saber como imponerse e imponerlos. El sargento García, ordenó Carguen -y ellos cargaron. Nunca se escuchó a nadie decir – disparen – pero todos dispararon y así caballos, motos, camiones celulares, patrulleros, autos truchos, despedidos desde una rampa fantasma, se abatieron sobre la gente. El humo tendió, con vergüenza, una cortina para no ver a los que respondían con piedras, otros con molotov, botellas cargadas de nafta y un trapo abanderando el fuego con el que se celebraban impactos sobre autos estacionados. Todo fue progresando a medida y placer de los interesados pagado por los desinteresados. Al día siguiente aparecerían en los diarios, además de la nómina de muertos, heridos, presos, instrucciones para los ahorristas, que como muchos sofocados de la noche, no volverían a juntarse con “la chusma”, nunca más. Como afirmara el cuervo de Poe. Yo que estaba en el alero del Banco Nación, decidí que la nube de gases, las balas de goma que salían presurosas hacia cualquier lado, eran demasiado para mí, además yo no era, para nada, una paloma de la paz y emprendí el vuelo.

Angeles Charlyne