jueves, 20 de diciembre de 2012

Sobre el final


Cuando se cierre la puerta,
y las horas sean sólo agujas rotas,
y no exista el grito que reclame,
ni un mundo que ore de pie,
dejaré atrás el vestido que me cubre,
la tibieza de la almohada,
la furia de la palabra
y un montón de sueños
sin destino ni alas.
Cuando se oculten las llamas de la vida,
y la mirada se vuelva frágil espuma
habrá olas envolviendo promesas,
que el viento susurrante, suspenderá en el aire.
Cuando se apague la voz de la conciencia,
el silencio hablará por mí...
sólo el silencio...
de ángeles quedos en mi cuerpo.


Angeles Charlyne

sábado, 15 de diciembre de 2012

Poema a Macario


(Insp. en el cuento de Juan Rulfo)

  No temas Macario…!
En el camino de la luz fosforecen grillos.
Cánticos verdes aplacando la noche del infierno.
No te rindas cuando las piedras lluevan, impiadosas sobre tu cuerpo.
No te sientas loco, aunque blasfemen... aquellos que se dicen cuerdos.
Tu cuerpo tiene el hambre de todas las esperas.
Plenilunios junto a la alcantarilla...
Serenatas de tambores mágicos...
Insaciables veladas de mieles...

Macario…! Niño…! No temas…!
La oscuridad insomne detiene al mundo y sus insectos.



Angeles Charlyne

sábado, 27 de octubre de 2012

Vida... las


Cuando la vida me suena a música, no sé bien porque pienso en la vidala.
El tono acoplado, que vuelve rebotando desde los cerros, sigue conmoviéndome como la primera vez.
Creo que fue el verano del 98, cuando decidimos que era un buen momento de darnos un recreo.
Tomamos tantos trenes, subimos y bajamos de tantos colectivos, dejamos las huellas en el pavimento de tantas rutas, que me pareció un itinerario trazado por dos borrachos locos.
En realidad cuando partimos lo hicimos desde el penúltimo brindis, cuando el año abandonaba decisiones y ponía olvidos en su guantera para una realidad indeseada. 
Hubo, eso sí, demasiadas obscenidades  como para no decidir olvidos imprescindibles.
Era necesario buscar la vida.
Y la vida que me alcanza, con perdón de “La Celeste”, quien aprendió que la música se hace sin preguntar cuanto le cueste, tiene más preguntas que respuestas.
Los olores rancios. La gente “pelando” paquetes para compartir la vianda de comidas “on board” del subdesarrollo; ese donde el turismo se hace como se puede y sobre todo cuando, como en nuestro caso, se hace con el alma que vuela lejos y bajo, casi por delante de la voluntad, era el motivo de esa fuga hacia adelante.
Ese mosaico de fuerte fragancia, impregnó y decidió la partida.
El, siempre listo, -era una curiosa morisqueta a Baden Powell, ese guitarrista que buscó y encontró un apellido para suicidar colonialismos-,  sostenía que el cóndor mira desde allá, más acá de lo permitido, por los pequeños ladrones de sueños.
Por eso nos fuimos a la montaña para perseguir la libertad imaginada, no la pregonada sino esa, inasible pero tal vez posible, si el estadio del alma lo permite.
El, por supuesto sospechaba que la vida nos esperaba en algún paraje luminoso de día y luminoso de noche.
Casi como los contrastes violentos, salvajes, primitivos, sensuales, de conciliar un espléndido sol dispuesto, en el valle de la luna y caminar la  ruta “salada”,  que lleva a Santiago, cuando la noche espectral se vuelve blanca.
Casi como cuando las banquinas, oscuras, parecen refractar el paisaje, avergonzadas de tanta promiscuidad universal, para tapar mentiras.
Lo cierto es que la historia se escribió, después de la voluntad, en un hospital colgado de la cordillera, donde el médico –legítimo aire aindiado- era Dios, puesto que hasta a veces, se perdonaba.
El médico salió aquella mañana del 6 de enero para decirle a Juan, padre primerizo, que la historia –para hacerla corta- era ella –por la madre- o él, por Simón –el bolivariano capricho paterno por nacer.
Juan siempre creyó que esas cosas de la vida y de la muerte no le pertenecían, que era demasiado poco para decidir.
Se le quedó pegada la pregunta en la cara, sin poder formularla.
No entendía aquello de “la justicia divina”, mucho menos ¿por qué Dios –su Dios- o él, tenían que decidir quien debía vivir?. 
Razones aparte, él sospechaba que no era necesario elegir.
Además, mucho menos estaba capacitado para elegir. 
¿Era acaso que el Dios le prestaba espacio? . Porque en verdad era lo único posible de prestar en ese lugar.
Lo que sobraba y eso sigue siendo cierto, es que sobra casi exclusivamente, el espacio.
Juan se preguntó en la puerta de ese hospital donde la montaña hace nido, porque tenía
que ser él quien tuviera que decidir entre la vida y la muerte.
Le dijo al médico que  necesitaba  ir a consultar con la “Pacha” y que después le volvía a contar.
Esa vacilación hizo imprescindible que nos quedáramos, para ser testigos mudos, inservibles, de un episodio que alguien decidió que presenciáramos.
Doy fe que no fuimos nosotros quienes decidimos estar allí en un momento terminal.
La “pacha” no estaba de buen humor pero, por tratarse de Juan, lo escuchó.
Su silencio era más elocuente que mil discursos amplificados.
Luego, siempre hay un después, ella quien se puso de cara a la montaña y detrás de un tiempo incierto, regresó para musitar un murmullo al oído de Juan.
Lo supimos tarde y a contramano de los protagonistas.
Pero esa es una historia de otro tiempo.
Lo cierto es  que Juan con gesto grave recibió la misma gravedad del médico. 
El calor  se abalanzaba como un león hambriento  sobre la paciencia de los pobladores.
Los hombres, estoicos ejemplares de la nada, se miraron. Los dos esperaban. Y cuando dos esperan falta uno para contar.
El médico, -su bata blanca parecía ocre, esa media mañana, primera tarde-, disponía de pequeñas dosis de buena voluntad.
No estaba seguro que debía aguardar que Juan fuera quien decidiera, pero él, era un médico que tropezó una vez, con otro, llamado Ernesto Guevara y se le quedó sumada la segunda vuelta, que se le da a los que no tienen chance, esa fue su interpretación para aceptar la muerte injusta.
Juan lo miró a los ojos para decir con la elocuencia del silencio, la vida viene, la vida va, será lo que EL, decida.
El médico confuso se volvió, falto de tiempo, para meter mano en el quirófano y robar un trofeo a la muerte, agazapada en un rincón de la sala, allí donde se escurre la esperanza.
Pasó otro tanto, prudencial para que ganara espacio.
Juan esperó manso, el médico sorprendido abrió la puerta al sol para contar que no sabía como, pero los dos estaban bien.
Juan miró la montaña.
Nosotros decidimos que el tiempo era nuevo.
El milagro estaba vivo. Para qué molestarlo.


Angeles Charlyne





             


martes, 16 de octubre de 2012

Las culpas del mundo


La duna amarilla pareció brillar en ese mediodía incierto de playa. La soledad sorprendió a Soledad, en mitad del camino del parador y se detuvo. Levantó su cabeza y el sol castigó con un dedo de fuego. No le importó, llevaba mucho sol y mar sobre su cuerpo bronceado, esbelto, sin tiempos, asombroso para los otros, sin cuidado para ella.
El mar rezongaba torvo en el horizonte ansioso, tal vez por lamerla.
Un cierto temor vagabundeó por la tristeza olvidada de Benedetti en algún libro, por supuesto olvidado del olvido. La comprobación que nadie había bajado a la arena, era inquietante, improbable, indemostrable, demoledora. Caminó sintiéndose tan sola como nunca, tan cierta como siempre y tan curiosa como se lo esperaba.
La ausencia de voces planeó sobre las olas, remontó ansiosa buscando destinatarios. Hubo un leve silencio marino, sólo perceptible para ella, comprobó que la vela de su embarcación se mecía complaciente en la bahía próxima. Su retirada estaba asegurada. La retaguardia cubierta. Caminó y sus largas piernas doradas, firmes y seguras, no admitieron vacilaciones a pesar del desconcierto. No poder comentarlo más que para sus adentros, era en cierta forma un desafío.
Descendió erguida, estatuaria, convencida que cerca del mar la fiesta siempre es completa, para que los sentidos obliguen a retroceder fantasmas.
Las postales de la memoria se amontonan, como los puertos recorridos, los cuerpos abrazados, los placeres consumidos y consumados, las mesas bien servidas y las copas mejor bebidas.
En la arena húmeda encontró razones para levantar un castillo, mientras caminaba bordeando el agua, jugando a eludirla, a no ser alcanzada, el juego que mejor jugaba, el que más le gustaba jugar.  
Supuso que una razón más que razonable tendría incidencia en esa repentina soledad. La razón no siempre resulta de la razón, también llega desde la fuerza, por eso la fuerza de la razón, sublima a la razón de la fuerza, a veces.
Sumergió su mirada en la cresta verde de la primera ola que se derrumbaba sobre la costa, para sentirse proyectada en el espacio y arrojada, brutalmente, sobre la arena tibia; le hizo sentirse casi propietaria del santo grial, dueña del todo, ama de la nada; algunas gotas fugitivas desobedecieron y perlaron su cuerpo, un tanto más ambiciosas que las otras; parecían supuso, que querían explicarle algo vinculado con el misterio de la desaparición de la gente.
Se encogió de hombros, pese a que la resignación no era parte de su vida; porque la suya muda por la garganta coloraturas de arena. Pensaba que la salvarían los granos, menudos de arena, que antes de ser granos son y fueron sueños yunteros.
Olió fragancias penetrantes, propias de lo singular. Nada era compartido y los olores tuvieron el impacto sensorial que da ser la única receptora de eso que el aire trasladaba. Una mezcla de fresias tardías, mutando a silvestres lavandas, impregnaron los tiempos siguientes. Observó que el sol había viajado repentinamente rápido para su gusto y le pareció más alto que de costumbre.
El camino volvió a empinarse esta vez con destino al acantilado desde donde podía divisar la aldea. Supo, por instinto, que allí estaba la clave. Cuando llegó y sus pies asombrosamente perfectos y vagabundos, lograron trepar con la gracia de nunca, pudo ver que las callejuelas, los negocios y las casas estaban vacíos, abandonados, las puertas y ventanas lucían el apuro de sus moradores presurosos, por causas desconocidas, que marcharon hacia algún ignoto destino.
¿Todos juntos y al mismo tiempo? ¿En realidad se marcharon juntos, alguien los dispersó, les dieron una noticia o huyeron?
La pregunta flotó sobre las olas y devolvió pinceladas de quietud. Las mariposas irrumpieron, inesperadamente amarillas, para murmurar respuestas que ella no podía entender.
Soledad, escribió en la arena, la pregunta: ¿Qué pasó? Y el pájaro oscuro que extendió las alas, dirigió las fijas y fulgurantes miradas, que se llevó a dos vueltas sobre su cabeza. Se sentó en la arena y dejó que el sol volviera a acariciarla. Dispuso que fuesen las manos de Alejandro, cálidas y potentes, para hacer más propicia esa loca decisión de esperar lo inesperado.
Un tiempo después y luego que el silencio resultara casi ruidoso, la brisa se ensañara con su cuerpo y las gotas de las olas abandonadas, agotaran su forma de llamarle la atención, el pájaro oscuro regresó planeando desde lejos, majestuosamente, subió y plegó las alas como indicándole seguirlo. Viajó en dirección mar adentro. Ella no vaciló se dejó llevar y comenzó a nadar. Advirtió que las mariposas la seguían a prudente distancia, casi custodiándola. Fue superando el oleaje hasta abandonar la zona aledaña a las playas allí donde cambia la fuerza del agua, hasta que en el fondo le pareció ver una ola tan alta, que borraba el horizonte, en el centro creyó ver el contorno de una puerta, se dijo que el sol dibujaba para ella. Que no supo porque no eligió ir en su embarcación y además desde donde esas preguntas merecían respuestas atinadas. Sus brazadas firmes se aligeraron y también el ritmo a medida que se aproximaba a esa mole que ya le tapaba el cielo.
Cuando la velocidad era imposible de ser cierta y el valle anterior que se produce cuando la ola gana altura, era un foso verde y revuelto, comprendió que el rumbo era fijo y debía atravesar la puerta. No dudó. Tampoco el tiempo se lo permitió. Metió la cabeza entre sus brazos y embistió la parte central de esa puerta dibujada por el sol. La atravesó, la ola pasó por encima suyo y allí estaban.
Una plana serenidad astral, casi la playa infinita de un continente desconocido había congregado a los últimos pasajeros del arca de la humanidad, supo sin comprobarlo que esa ola gigantesca llevaba como destino lavar las culpas del mundo y el tiempo malgastado del odio.


Angeles Charlyne

De la serie de relatos “La puerta que…”


lunes, 20 de agosto de 2012

S/ T





Ayer cuando rozabas mis ciudades
entre cabalgatas noctámbulas,
los desnudos galopes de tu manos
parecían mariposas estremecidas.
Fuimos murmullo y sinfonía,
la furia abrasadora del impacto
y una cierta nostalgia
muriendo a cada paso.
Ayer, eran mis tierras, sacudidas,
ciclones, escarcha alborotada,
un  paisaje lluvioso
resbalando en las orillas.
Ayer, navegantes… mar adentro.
Y hoy, marinos… desolados.


Angeles Charlyne

lunes, 26 de marzo de 2012

Entre dos inmensidades

Después de tanto dolor
hay que subirse a la cuerda,
posar firme los pies,
aferrándolos como si fueran garfios.
Con la mirada altiva, sin temblores.
Con los brazos en cruz,
soñando el vuelo.

Yo no elegí.
Yo no quise
y me pintaron la mueca de la lágrima.

Y como si fuera poco,
bajar,
salir a la calle,
buscar el sol,
mientras se ríe en los labios
un payaso.

La gente mira
y aplaude.
No saben
que dentro de la carpa,
en la otra inmensidad
ha muerto el equilibrista.


Angeles Charlyne


                                                  "Equilibrio emocional II"
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"Equilibrio emocional I"
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lunes, 12 de marzo de 2012

La plaza de lata

La plaza se llenó de luces y pasajeros del destierro. Gente arrojada al desamparo real y otras al virtual. La casa importante, maceraba los tonos ocres, desalentada por no llegar al rosa original. Caprichos de un pintor desaliñado. Un diseñador irreductible, o un daltónico impertinente. Los caballos del cuerpo especial de la policía, piafaban ansiosos de embestir, quizás, a esos pasajeros lerdos que llegaban desde distintas galaxias sociales. Pléyade de borrachos viajando en la niebla del desconcierto, que pareció abatirse sobre una sociedad que vivió de espaldas al futuro. La vajilla metálica de cada casa, había decidido ser el soporte del show de la protesta. Su divulgación suele funcionar por imitación progresiva. A veces queda bien. La casa, imponente a medida que la oscuridad avanzaba, se mostraba iluminada. El poder deliberaba. Uno de los errores más comunes, dictado por la soberbia del juicio único, les hacía creer que encontrarían la forma de disuadirlos. La gente aguanta -le dijo un ministro al presidente. Este que parecía ajeno, distante, como perdido, se acercó a la ventana del despacho que derramaba sobre la plaza y soltando la corbata, casi sin volverse, respondió... Me parece que esta vez no, Domingo - su tono era endeble. No parecía ser hombre de crisis. Más bien un buen administrador de estancia ordenada, con propietarios en otro continente. Ese tipo de hombre que imparte la “justicia” con gesto circunspecto, pero inapelable. Como diciendo, quizás, no tengo otra alternativa. La mejor manera de quedar bien y no, justamente, con quien lo necesita. Pero esos, los necesitados, nunca habían sido su tema, ni siquiera el motivo central de su campaña política para acceder al gobierno. Llegó, por el afán de todos de acabar con un icono mesiánico, que se había llevado al ostracismo al propio candidato de su partido. Me parece que esta vez vienen por todo, agregó, musitando casi, tratando de no convencer a nadie. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie necesitado de ser convencido. Su gente había invertido buena parte de su tiempo y el dinero público, para proseguir, de otra manera, consolidando la farándula como actitud de vida. Hasta donde daba la vista, la multitud era abigarrada. Un monstruo creciente con mil voces y un sonido metálico, áspero, redoblante, que lastimaba los oídos de los dueños del poder. Por supuesto también lastimaba la incapacidad para entender que algo no se hizo bien. Mucho menos admitir que alguna responsabilidad se tiene, cuando el sentido común indica que ciertas cosas son ineludibles. Claro, sucede que este suele ser el menos común de los sentidos, pensó Raúl, parado al lado de la pirámide, con su hervidor de leche en desuso, al que golpeaba con una cuchara ex alpaca, tributo de otro tiempo más opulento. En realidad luego de mirar hacia ambos lados convino para sí, que el hervidor de leche era un objeto en desuso, desde que le declaró su amor incondicional al tetrabrik. A su lado Isabel, que no era la Católica, precisamente, machacaba su sartén por el mango segura del mango también. Lástima que ese mango había quedado acorralado y no sabía muy bien si alguna vez lo volvería a ver. Sin embargo golpeaba entusiasmada. Claro, era “su primera vez”. Veinte cabezas más allá y a su derecha, José con el pasamontañas remontado hasta las orejas, sabía que no era bueno lo ficharan, propios y ajenos. De esas tenía más que indios muertos. En Villa Luzuriaga lo esperaban esa noche, para darle a un guiso que su mujer preparaba en el brasero a fuego lento. El jugó sus fichas con el puntero político del barrio que lo fue a buscar. Tengo que estar de vuelta a las once -le dijo, frontera donde tenía cierta seguridad sobre los carboncitos que retendrían temperatura para el guiso. No te preocupes, le respondió el otro, tendiendo la mano con los veinte pesos, una bolsa de alimentos y un papelito color metalizado, con el que fue más cuidadoso. Para que no te pongas demasiado duro -le advirtió prometiendo, con la mirada, vagamente una recompensa para más tarde. El ruido los volvió a la realidad. Desde el río los “Hijos” alarmaban a los “padres” que suelen no saber como imponerse e imponerlos. El sargento García, ordenó Carguen -y ellos cargaron. Nunca se escuchó a nadie decir – disparen – pero todos dispararon y así caballos, motos, camiones celulares, patrulleros, autos truchos, despedidos desde una rampa fantasma, se abatieron sobre la gente. El humo tendió, con vergüenza, una cortina para no ver a los que respondían con piedras, otros con molotov, botellas cargadas de nafta y un trapo abanderando el fuego con el que se celebraban impactos sobre autos estacionados. Todo fue progresando a medida y placer de los interesados pagado por los desinteresados. Al día siguiente aparecerían en los diarios, además de la nómina de muertos, heridos, presos, instrucciones para los ahorristas, que como muchos sofocados de la noche, no volverían a juntarse con “la chusma”, nunca más. Como afirmara el cuervo de Poe. Yo que estaba en el alero del Banco Nación, decidí que la nube de gases, las balas de goma que salían presurosas hacia cualquier lado, eran demasiado para mí, además yo no era, para nada, una paloma de la paz y emprendí el vuelo.

Angeles Charlyne

lunes, 20 de febrero de 2012

Hora de salida...

“La ciudad es como una boa constrictor, todo lo traga y alguna vez lo digiere” pensó Ruíz, cuando abandonó el edificio de oficinas donde trabajaba. Hasta el ascensor, que se arrojaba sin frenos veinte pisos abajo, era una suerte de cámara, donde los indefensos pasajeros, ni siquiera se miraban unos a otros, antes de ser devorados por la noche incipiente en una llamarada de luces arrojadas por los carteles de neón. El escenario fantasmal del todo se puede, menos vivir. Ruíz se refugiaba en la lustrosa barra del bar, antes de emprender la retirada. Es que para él se trataba de una retirada de esa guerra imaginaria, cada día imaginada, donde resistía las infinitas formas de la intolerancia. Donde se demoraban aquellos que buscaban destinatarios para expiar sus propias culpas. Había cultivado el anticuerpo del silencio y aprendido, de los gatos, el deslizarse sigiloso ante la agresión desatada. La estrategia le dio resultados, pero a un costo elevado. Sólo medido por él, en la más rigurosa y espartana soledad. Bermúdez, le entregó casi a la salida, la gota que faltaba. -La cuenta de Martínez, se cierra el lunes. Hoy es viernes. Se te acabó el tiempo, salvo que en estos dos días lo arregles -le dijo como al pasar, en realidad pasó por su lado para notificarle su defunción. Si se caía la cuenta de Martínez, su vida en la empresa tenía los días contados. Febrero era una fragua. Decidió que era buen tiempo para beber un trago en la grata compañía de si mismo. El espejo oval del “Yesterday” le permitía comprobar que ese flaco, ligeramente barbudo, la corbata desarreglada que lo miraba, tenía suficiente silencio para los dos. Patiño, dueño de la barra y los tragos, nada le preguntó, cuando deslizó la copa sin hielo. Ruíz tomaba el whisky puro. El hombre rehuyó la confidencia. Ni siquiera le mereció un segundo de atención el empate de Boca, que ya deslucía todo el oro ganado hacía meses. Creyó que algo se le podía ocurrir, aunque secretamente pensó que lo mejor para él era que siguiera sin que se le ocurriera nada, por salud claro. Se rió para adentro y pensó con cierta nostalgia que se había obligado por todos, demasiado tiempo. Se encogió de hombros. Cuatro copas después seguía sin siquiera preguntarse que iba hacer. Algo lamentable para un hombre sin futuro, en un país sin futuro y en una ciudad sin futuro. No lo pudo resolver. Salió a la calle detuvo un taxi, de esos que forman parte de la tropilla de radio, que se enlazan como extraños confidentes de caminos desconocidos, para pasajeros desconocidos. El conductor miró desganado por el espejo retrovisor. La ciudad le quita a los protagonistas hasta las ganas de ser. Esto a veces sirve para salvar una vida. La distracción estira los espacios. Luego de darle la dirección, Ruíz se dedicó a mirar las ráfagas de luz que aumentaban junto con la velocidad del taxi. Viajaba más rápido de lo aconsejable y del gusto de Ruíz. La avenida era un paño gris, liso y tentador. El pie derecho sucumbe cuando de acelerar se trata y no siempre la acción y la decisión van juntas y en armonía. La intersección con la avenida más ancha del mundo, pareció no ofrecer obstáculos. Tenían luz verde que los habilitaba. La moto Guzzi que apareció de la nada se atravesó tarde y sin frenos. El casco, luego el cuerpo y más tarde la moto, trazaron la perpendicular del desastre. Las frenadas, colisiones, sirenas y gritos, abrieron el recital de la desgracia. Ruíz estaba perplejo, el chofer del taxi buscaba justificativos por supuesto en la responsabilidad del otro que yacía a cincuenta metros, desmadejado. Siguió al chofer y a la gente para ver que ocurría cuando no era nada difícil imaginar que había sucedido. Una rueda de la moto seguía girando casi disconforme con el destino. Cuando llegaron ya una ambulancia que eludía escollos humanos y de los otros, estacionaba y diligentes, los socorristas, buscaban víctima y explicaciones. Cuando Ruíz se quiso acordar, el taxi y el taxista ya no estaban. El médico jefe, severo, se lo quedó mirando. Ruíz se preguntaba como sabía que él viajaba en el auto. Alguna cara de culpable lo delataría, entre tantas caras supuestamente tan culpables como la suya. Aceptó, intrigado, dar las explicaciones y subir a la ambulancia, acosado por la misma duda. El hospital abría sus fauces blancas y se los tragó de un bocado. La camilla y el cortejo recorrieron pasillos y el viento de las puertas vaivén, oxigenaba la falta de él. Le indicaron que aguardara y se quedó con las pertenencias del herido, olvidadas por los médicos en el apuro. El calor fue más que la tensión y se adormiló con ayuda del alcohol consumido antes. Alguien le sacudió los hombros, y un médico con máscara verde y manos en alto, en tanto le quitaban el guardapolvo también verde, murmuraba sonriente y aliviado -lo salvamos, la verdad es que este chico se salvó de milagro. El desfile de enfermeras y ayudantes indicó que abandonaban el escenario, en este caso el quirófano. Curioso, notó que nadie se le aproximó para decirle nada y menos para preguntarle. Lo mejor era esperar. Pasado un tiempo, en verdad prolongado, decidió mirar las pertenencias del herido “Reinaldo Martínez” rezaba la tarjeta que incluía dirección y teléfono. Indeciso miró a ambos lados del pasillo. La cabina telefónica brillaba en tonos verde y celeste. Llamó. Una voz adormilada de hombre, quiso enterarse y la penumbra del sueño desapareció, a medida que ingresaban los detalles que Ruíz suministraba. La urgencia y el compromiso viajaban a lo largo de la línea telefónica. Martínez padre, llegó angustiado y tomó a su cargo las diligencias necesarias. Ruíz sentado en un banco de madera, lo miraba, no había tenido tiempo, tampoco que alguien lo interrogara. Médicos, policías y funcionarios, resolvían los datos que consignar, sin tenerlo presente. Ruíz de todas maneras no se molestó mucho por eso. Un tiempo prudencial después decidió que era hora de marcharse. Al parecer nadie consideraba necesario consultarlo y quizás ni su presencia. Se irguió en el mismo momento que Martínez padre se perdía rumbo a la sala de terapia intensiva. Se encogió de hombros. “Son tiempos de confusión” se dijo. Al abandonar la explanada, ni rastros de la ambulancia encontró. Detuvo otro taxi, vio que el hombre era mayor y lo tranquilizó la esperanza de un viaje sin sobresaltos. Así fue. El lunes por la mañana llegó a su oficina. Bermúdez le sonrió torcidamente. -Martínez llega en una hora- , le avisó como la sentencia y la condena. Se lo quedó mirando. Ocupó su lugar y volvió a recibir los cargos y las cargas propias de cada día que reunía las frustraciones cotidianas de sus compañeros. Se enfrascó en el informe que diariamente confeccionaba antes de iniciar las gestiones pautadas. El timbre asordinado de su escritorio zumbó para avisarle que lo esperaban en la sala de dirección. Cuando llegó luego de sortear las burlonas sonrisas de los otros, encontró a Bermúdez, el dueño de la empresa Macán, otros ejecutivos y los representantes del cliente que los abandonaría, según el anuncio agorero de Bermúdez del viernes. El hombre que le daba la espalda al entrar, seguramente sería Martínez. -Pase, tome asiento Ruíz, queremos que participe. El señor Martínez nos informó -a Ruíz el corazón le dio un vuelco-, que continuará con nosotros porque dice que es la mejor agencia que ha conocido y que su diligencia y preocupación son la mejor garantía para permanecer con nosotros. El tono del dueño de la empresa Macán, rezumaba satisfacción. -Señor Martínez -agregó -le presentó al oficial de cuentas Ruíz. -Mucho gusto -dijo Martínez girando en su silla e irguiéndose para saludarlo. Ruíz se dio cuenta que era el padre del motociclista accidentado. Lo curioso es que no se mostró sorprendido de verlo ni siquiera de descubrir la relación. Se mantuvo imperturbable. Mientras los hombres se estrechaban las manos, notó el pecho henchido de Macán, una sonrisa nueva, casi amable en Bermúdez y un silencio respetuoso del resto. Martínez lo tomó de un hombro y dirigiéndose a nadie en particular apuntó -¿Ruíz puede acompañarme a la salida? -Naturalmente -acotó Macán. Salieron. El ascensor los llevó raudo hasta la calle. Ruíz seguía expectante. El silencio de Martínez, era casi afectuoso. Se detuvieron en la dársena de acceso al estacionamiento. Ruíz seguía decidido a mantener el silencio. -Mi hijo está bien, gracias a usted -fue su único comentario. Ruíz inclinó la cabeza cortésmente. -Se va a recuperar -agregó Martínez pensando en voz alta. -No se preocupe -agregó palmeándole la espalda -a veces el tiempo llega antes -agregó dicho que no agregó nada a la comprensión de Ruíz. Cuando la comitiva se disponía a abordar los vehículos que la trasladaría, una ambulancia blanca y verde se deslizó para detenerse ante él. El vidrio polarizado descendió y el médico de la mirada penetrante que lo trasladara esa noche, le hizo una seña. -Cuando se acepta lo inevitable y la razón nos da la espalda, sólo la nobleza obliga y la grandeza ocupa su lugar-. Ruíz no contestó; su mirada interrogativa quería sólo decir ¿quién es usted? El hombre sonrió a medida que el vidrio ascendía lentamente, -A veces hay que estar donde se debe estar y decir lo que se debe decir -fue su despedida. El vidrio se cerró, la ambulancia partió silenciosa. Lo extraño fue que la verja de entrada no se abrió y ella desapareció.

Angeles Charlyne
 De “La puerta que…”

miércoles, 1 de febrero de 2012

Puertos

“Silencioso... solitario... El puerto bebe el último rocío... que un viejo navío dejó escapar... con el resto del empuje que lo llevó a desmayar en las aguas”


 La barca lanzó amarras, viajera, cansada de ahogos, se detuvo. El olor a puerto fue ruta segura para hallar calma. El viento regresó, buscándola, furioso. Celoso por demoras, soltó sus sogas. La desenfrenada nave se perdió en aguas celestes. El oleaje marino sacudió el punto casi inexistente de la silueta, envolviéndola con espumosas caricias. El puerto, amigo de soledades, lloró la infinitud de otras esperas. Algunos pescadores, cayeron como la noche, lentos, obstinados, perseverantes, aplastándose contra el muelle de la fe. Los peces picaron el anzuelo del engaño... girando como un trompo sobre el suelo de la muerte.

Angeles Charlyne
De "Siete veces 7"
Microcuentos-2003-

"Desenfreno marino" T/m- s/ paspartour

lunes, 2 de enero de 2012

Restaurador de almas

"Soledad"
T/m sobre tabla

¡Debes verlo!-... alguien me lo recomendó.
Los fríos del alma formaron estalactitas en la emoción. Fueron demasiadas puertas golpeadas con una pregunta a cuestas. El silencio encadenado fue el único resultado. Pero era persistente como el tiempo. Así como los colores del arco iris, también construí dudas.
Supe que no sería fácil el encuentro; para eso debí crear el escenario... cargarme de fuerzas y una mínima esperanza. La pequeña generosidad para conmigo, no sería un exceso, en todo caso un gesto hidalgo. Cuando llegué, tuve certezas, presentí que lograría salvarme. No me lo pregunté, la gama de respuestas me hubiera agotado.
La sala olía a renacimiento, un leve aroma al antes y al después, los sepias se mezclaban con los verdes, los amarillos clausuraban a los rojos, el aire se impregnó de fresias, un mosaico de sensaciones desgajadas de vidas pasadas y por llegar.
Un fino hilo de humo, ganaba altura, desde el incienso inicial; giraba, hacía volutas, viajaba buscando su siempre, mágicamente en la penumbra del lugar.
La puerta, como el eje de la historia, giró en el silencio. El halo de luz, hendió la oscuridad como una cuchillada en los sueños, perfecta, silenciosa y ritual, quebrando el hechizo. La voz detrás de la luz me invitó a pasar.
-¡Siéntese por favor!-... amable como la tibieza de la silla recién abandonada. Fruncí el ceño, una ligera inquietud se instaló en mi alma.
-... No vi salir a nadie... pensé preocupada. El lugar a diferencia de la vida sólo tenía una puerta. Algo me estaba avisando, el mensaje era un misterio. El hombre tomó asiento, se reclinó, fundió su mirada, con tal intensidad que me supe desnuda.
-¿Por qué me mirará de esa forma?...
-¿Que tengo?... me pregunté frágil, endeble, dudando, luego de tropezar con esa placidez inmutable.
-¿Es que no dirá nada?... ¿por cuánto tiempo permanecerá así?... mi desasosiego no tenía limites, era la frontera de la razón, donde siempre me refugié, cómoda. Un leve movimiento en su butaca, lo meció suavemente; pasó las manos por sus ojos, luego su expresión se convirtió en pensativa. Tomó la dormida lapicera que habrá juntado destierros, olvidos y desapegos, igual que como me siento cuando la noche le niega paso al día. Comenzó a escribir.
-¡Vaya a saber qué!... pensé mientras me adormecía el lento deslizar de la pluma, rasgando suave, la superficie del papel; cada tanto una pausa... nuevamente la mirada soldada y soldando mi interior...
-¿Qué hace este hombre?... murmuré.
-¿Qué diablos escribe allí?... casi furiosa por lo impenetrable, de ese mutismo insondable... siguió edificando silencios... manejando su tinta por el carril del papel... un tren de anuncios circulando por los rieles que devoraban espacios. Completó el texto, garabateando una firma. Me la entregó sin vacilaciones, la hoja no temblaba; la tomé aguardando casi desesperanzada una explicación. Me acompañó hasta la puerta. La que no había visto y por la que no entré.
-¡Qué extraño!- me interrogué- ¿por qué por aquí?... ¿por qué no por el mismo sitio por donde entré?.
-¡Bueno!... serán las reglas del lugar... -me dije conformándome.
-¡Mucha suerte!... fue el lacónico mensaje de despedida. A caballo del asombro sin dar crédito a la nada, atiné a contestar –¡Gracias!.
Abrí la hoja plegada, ansiosa, trémula, agitada por saber, por develar, por conocer o por temer, Y decía:

INGREDIENTES:
rocío-pétalos-sol-estrellas-lluvia-nube-viento-luna

PREPARACIÓN:
Una gota de rocío... colocar en un tazón...
Dos pétalos de jazmín... llevarlos al corazón...
Beber un rayo de sol... alimentarse de estrellas...
Perfumarse con la lluvia... servirá para ser bella...
Descansar sobre una nube... hasta quitarse el dolor...
Una caricia de viento... aplacará el temor...
La pasión será la luna... cuando te montes en ella...
Dejando atrás los despojos que no registran tus ojos...
Paisajes del que eres dueña... porque tu alma ya sueña...


Bebí el preparado con el apuro de ser. Una cierta vacilación instalada en la memoria me construía la historia. La expectación era parte de la conmoción celeste que golpeaba mi corazón.
-¿Qué hay de cierto?...
-¿Qué estoy esperando?...
-¿Como lo puedo creer?...
Pasó un tiempo. Mi cuerpo comenzó a sacudirse. Raudos, partieron extraños fantasmas. Pude mirarme y comprobar la metamorfosis.
Un hombre vestido de negro recogió mis restos, enterrándolos, lejos, junto a otros. Dejé atrás el ruido a chatarra...
Una nueva partitura ganaba el espacio...
Oí violines en mi alma... y comencé a volar...


Angeles Charlyne