sábado, 30 de julio de 2011

Mujer de rojo

Subió al escenario como todas las noches, sólo para enloquecerlos y disfrutar.
La platea colmada se desesperaba por verla.
Yamila, sólo era un nombre caliente...
El taconeo sonó sobre el piso de madera. Sus tambores de llamada.
Los zapatos de cabritilla roja lucían brillantes.
Ella se situó en el centro de la plataforma, abrió las piernas convocando los vientos, empezando el juego de seducción, como si su ceñido vestido de lycra no pudiera impedirlo.
Los tajos de la prenda, también roja. se deslizaron hacia un lado, dejándolas al descubierto, un portento.
El rifle que llevaba en su mano bajó y subió desde el escote profundo hasta su sexo.
Su boca, entreabierta, provocaba.
Los espectadores gritaban eufóricos, alentando el espectáculo, algunos se pararon, lanzando prendas y billetes; las impotencias toman las formas del desamparo.
La mujer, inmutable, prosiguió con el show. Estaba por tiempo y presencia del otro lado de la urgencia.
La música y la escenografía acompañaban cada movimiento, parecía un diabólico cisne contoneándose.
Luego, sobre una silla, la imagen los alucinó al recostarse sobre ella; con una mano se tomó del respaldo, ella, de perfil a la platea, su cabeza se inclinó hasta casi tocar el suelo, la melena larga y rizada se extendió, era una alfombra barriendo la lujuria derramada que no sería negociada y menos, sobre la lustrosa superficie.
Lo hizo yendo y viniendo, en tanto su pelvis se elevaba, ganando altura, para crear y controlar los estallidos.
Luego, se incorporó respetando la coreografía tantas veces ensayada. Una manera de repasar rituales casi tribales.
Sentada, comenzó a quitarse los zapatos; lentamente subió hasta el porta ligas de tul negro, desabrochándolo; abrió la puerta a la cara de Dios, quizás la guarida del Diablo.
Desvistió la pierna. Cuando la media de seda fue a parar hasta sus dientes. la lengua la lamió hasta convertirla en una húmeda y fina hilacha.
Una mueca incitante, se instaló en sus labios, para recalentar la noche.
Convertida en una fiera, arrancó de un tirón el vestido y, desnuda, se enredó a la columna metálica; una suerte de jazmín del país, jugando y trepando, cómo el más hábil y salvaje de los animales en celo.
La ovación fue total.
Una cortina color sangre caída desde el nunca, cubrió el cuerpo de la bestia que gemía... por más.
Resignó...
El cliente siempre tiene razón...


Angeles Charlyne

De la serie: “Ironía erótica”